Al llegar los españoles a estas tierras, la fiesta de los Muertos se fusionó con la de los Fieles Difuntos, establecida en el siglo X por San Odilón, abad de Cluny, para orar por las almas de los difuntos. El Día de todos los Santos, por su parte, conmemora el sacrificio de los mártires anónimos que se sacrificaron en tiempos de la Iglesia Primitiva y fue celebrado de manera solemne durante el siglo VIII por el Papa Gregorio III, aunque se conocen antecedentes de esta celebración desde el siglo IV.


La fecha para recordar a los mártires (los fundadores de la Iglesia, equivalentes a sus ancestros) y para orar por los difuntos (equivalente a la celebración que hacían los celtas y los aztecas) se eligió para sustituir al Samhain, de la misma forma que varios santuarios de la cristiandad se erigieron en sitios importantes del paganismo. El pasado no se borró del todo, pues en Europa persistieron a través de los siglos y hasta el presente las ceremonias druídicas, mientras que en México persistió el convencimiento de que en el Día de Muertos los antepasados realmente asisten a convivir con los vivos (por eso se les colocan ofrendas y altares).
En las últimas décadas la secularización de la sociedad ha derivado, entre otras consecuencias, en un resurgimiento del paganismo, asociado a la pérdida de trato preferencial de los estados nacionales hacia las iglesias cristianas, por lo que cultos y prácticas que habían permanecido reservadas o se practicaron durante siglos de manera clandestina, ahora resurgen, ante la preocupación de varias o la mayoría de las comunidades cristianas.

Entre todas ellas, las conmemoraciones de Todos los Santos y los Fieles Difuntos permanecen como fiestas centrales del cristianismo dedicadas a conmemorar a los mártires fundadores y la oración por las almas de los fallecidos. La pérdida de su exclusividad como fiestas públicas es una oportunidad para que cualquier persona identifique lo cristiano y lo pagano para elegir de manera informada el sentido espiritual que dará a estas fiestas.

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