lunes, 11 de marzo de 2013

Los socialistas y el culto a la personalidad.

Decía un buen maestro, Juan Pablo Córdoba, que los ateos no existen. Lo decía a propósito de un sesgo epistemológico frecuente en los marxistas, quienes no dudaban en burlarse de la irracionalidad que veían en las personas de fe, mientras ellos mismos renunciaban a la racionalidad para postular un comunismo acrítico y doctrinario. 

Había diversas maneras de verificar la irracionalidad de aquellos comunistas forjados en la Guerra Fría: la pretensión de hallar respuestas para todo en un sólo libro, como hacen los literalistas bíblicos; la confusión entre fidelidad y obediencia; la censura a toda voz crítica, aunque se tratara de voces que se esforzaban por corregir las desviaciones de los regímenes comunistas para fortalecerlos y hacerlos exitosos. Francisco Báez rescata una frase pronunciada a propósito de los ingenios que tenían (y todavía tienen) los comunistas para hacer que lo doctrinario parezca objetivo: "Las leyes objetivas de la construcción del socialismo son las leyes subjetivas del Comandante en Jefe en ese momento histórico específico."

La sumisión al líder, confundida con fidelidad al régimen (o el líder que cree que él es el Estado) terminó por aplastar al deseo de construir un mundo libre de religiones. Comunistas radicales y moderados aplaudieron el cierre de templos y la persecución religiosa en los países comunistas al mismo tiempo que se unieron al culto personal que cultivaron autócratas como Stalin y Mao. No se convirtieron al ateísmo, tan sólo lo sustituyeron por nuevos cultos. 

Es preciso reconocer que en momentos de lucidez el propio régimen trató de sacudirse de la carga del culto a la personalidad y a veces hasta tuvo éxito: Mientras vivió Stalin fue imposible sugerirle que corrigiera alguna decisión, a menos que uno deseara morir en Siberia o ver desaparecer a toda la familia, como pudieron comprobar tristemente los ucranianos. Al fallecer Stalin, Nikita Jrushev trató de remediar algo de la corrupción, violencia, crímenes y mentiras que el régimen de su predecesor había cultivado y, de esa manera, logró darle un respiro al régimen por algunas décadas más. A pesar de estas iniciativas, hizo muy poco para desconcentrar el poder que él mismo gozaba. 

La ciega fidelidad al líder, ya fuera por convicción o por temor, se transformó en un rasgo que también adoptó la hermana demócrata del comunismo. No es raro hallar que la autonombrada "izquierda" perdona a sus líderes errores que no dejaría pasar en los políticos y personas que considera "de derecha". Más allá de la doble moral que esto implica, lo que prevalece es una extraña manera de suponer que cerrar filas es apoyar sin matices al líder, lo cual sólo tiene el resultado de centralizar su poder y alimentar su egolatría. Es justo admitir que también entre los adversarios al comunismo, hubo quienes cultivaron la idolatría a su persona. Autócratas hay en todos los bandos. 

De manera paradójica, mientras se disponen a callar y obedecer para no contrariar a su líder, fortaleciendo con ello la desigualdad, no dudan en discutir y mostrar su desacuerdo por los detalles más nimios en la estrategia de lucha. La parálisis de los movimientos que se autobloquean, dividen, boicotean y acusan unos a otros de traición es un asunto muy serio, al grado que hasta el día de hoy le sigue provocando derrotas a la izquierda. 

Las historias recientes de los gobiernos de izquierdas no han conseguido librarse de esa tradición por concentrar el poder en un líder al que se le comienza obedeciendo y se le termina venerando. El líder exige cerras filas y apoyar sin objeciones, a pesar de que algunas correcciones y ajustes muchas veces podrían mejorar y aumentar los efectos de sus aciertos. Ante la ausencia de voces críticas el líder llega a creerse infalible, exige serlo. Las consecuencias son graves, pues los aciertos, que siempre los hay, muchas veces terminan opacados por el rencor, la violencia y la división que genera la intolerancia a las voces críticas. Quien podría ser recordado como un gran líder termina con una opinión dividida: para unos fue un santo y para otros y monstruo, no hay lugar para las opiniones objetivas, moderadas, equilibradas. . 

Al cultivar el culto a su persona, el líder de izquierda a veces no duda en recurrir a medidas extremas. Otras veces no es él, sino el séquito de burócratas que viven y prosperan a su sombra, que se encarga de alimentar el culto y hasta llevarlo a extremos que para unos pueden resultar ridículos y para otros ofensivos. 


El comentario va más allá del reciente embalsamiento de Hugo Chávez, muy conveniente a quienes desean seguir viviendo a costa de su imagen. El propio Chávez dio un giro inédito a la tradicional pretensión de ateísmo socialista y prefirió recurrir al cristianismo para fortalecer su imagen. Sin dudar de la sinceridad de su fe, es un hecho que al hacerlo se unió a la lista de  políticos que recurren a la religión para apuntalar su poder (algo que otro socialista, Saddam Hussein, hizo unos años antes). Pero también marcó el inicio de una  racionalidad diferente: sin renunciar al cultivo del culto a su persona, renunció al ateísmo tradicional en los socialistas. Si un socialismo cristiano es posible podemos atribuirlo a la creatividad de Chávez, por más que sus mayores detractores se empeñen en negar que fue un hombre inteligente. 

Hace falta un talento especial para convertirse en un líder de la trascendencia de hombres como Lenin o Chávez, con independencia de que uno esté de acuerdo o no con sus ideas (suelo no estarlo). Nada hace menos justicia a su vida que ocultar y reemplazar la memoria de su trabajo y sus aciertos, por el culto a su imagen. De sus aciertos se alimenta la gente, de su culto viven las burocracias políticas. A los malos políticos conviene que se olvide la lucha y se de culto a la efigie. 




No hay comentarios:

Publicar un comentario