Decía un buen maestro, Juan Pablo Córdoba, que los ateos no existen. Lo decía a propósito de un sesgo epistemológico frecuente en los marxistas, quienes no dudaban en burlarse de la irracionalidad que veían en las personas de fe, mientras ellos mismos renunciaban a la racionalidad para postular un comunismo acrítico y doctrinario.
La sumisión al líder, confundida con fidelidad al régimen (o el líder que cree que él es el Estado) terminó por aplastar al deseo de construir un mundo libre de religiones. Comunistas radicales y moderados aplaudieron el cierre de templos y la persecución religiosa en los países comunistas al mismo tiempo que se unieron al culto personal que cultivaron autócratas como Stalin y Mao. No se convirtieron al ateísmo, tan sólo lo sustituyeron por nuevos cultos.
Es preciso reconocer que en momentos de lucidez el propio régimen trató de sacudirse de la carga del culto a la personalidad y a veces hasta tuvo éxito: Mientras vivió Stalin fue imposible sugerirle que corrigiera alguna decisión, a menos que uno deseara morir en Siberia o ver desaparecer a toda la familia, como pudieron comprobar tristemente los ucranianos. Al fallecer Stalin, Nikita Jrushev trató de remediar algo de la corrupción, violencia, crímenes y mentiras que el régimen de su predecesor había cultivado y, de esa manera, logró darle un respiro al régimen por algunas décadas más. A pesar de estas iniciativas, hizo muy poco para desconcentrar el poder que él mismo gozaba.

De manera paradójica, mientras se disponen a callar y obedecer para no contrariar a su líder, fortaleciendo con ello la desigualdad, no dudan en discutir y mostrar su desacuerdo por los detalles más nimios en la estrategia de lucha. La parálisis de los movimientos que se autobloquean, dividen, boicotean y acusan unos a otros de traición es un asunto muy serio, al grado que hasta el día de hoy le sigue provocando derrotas a la izquierda.
Las historias recientes de los gobiernos de izquierdas no han conseguido librarse de esa tradición por concentrar el poder en un líder al que se le comienza obedeciendo y se le termina venerando. El líder exige cerras filas y apoyar sin objeciones, a pesar de que algunas correcciones y ajustes muchas veces podrían mejorar y aumentar los efectos de sus aciertos. Ante la ausencia de voces críticas el líder llega a creerse infalible, exige serlo. Las consecuencias son graves, pues los aciertos, que siempre los hay, muchas veces terminan opacados por el rencor, la violencia y la división que genera la intolerancia a las voces críticas. Quien podría ser recordado como un gran líder termina con una opinión dividida: para unos fue un santo y para otros y monstruo, no hay lugar para las opiniones objetivas, moderadas, equilibradas. .
Al cultivar el culto a su persona, el líder de izquierda a veces no duda en recurrir a medidas extremas. Otras veces no es él, sino el séquito de burócratas que viven y prosperan a su sombra, que se encarga de alimentar el culto y hasta llevarlo a extremos que para unos pueden resultar ridículos y para otros ofensivos.
Gabriel García Márquez señaló, en un texto publicado en el periódico El País de España el 15 de septiembre de 1982 "Nada se parece menos a la imagen que se tiene de un hombre o una mujer memorables que sus desperdicios mortales arreglados como para una fiesta funeraria. Los motivos de los egipcios eran perdonables, porque creían que mientras se conservara el cuerpo se conservaría también el espíritu, y en ningún caso embalsamaban a sus faraones para la exhibición pública."

Hace falta un talento especial para convertirse en un líder de la trascendencia de hombres como Lenin o Chávez, con independencia de que uno esté de acuerdo o no con sus ideas (suelo no estarlo). Nada hace menos justicia a su vida que ocultar y reemplazar la memoria de su trabajo y sus aciertos, por el culto a su imagen. De sus aciertos se alimenta la gente, de su culto viven las burocracias políticas. A los malos políticos conviene que se olvide la lucha y se de culto a la efigie.
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