viernes, 5 de julio de 2013

Francisco: Poeta, profeta y ahora Papa


El poeta (del griego poietes) es quien hace o crea algo. Del griego también viene la palabra profeta (profétes) que es el mensajero o portavoz de otro.  En la tradición del pueblo de Israel el profeta era el portavoz de Dios, el instrumento para hablar a su pueblo.  

Desde un punto de vista místico, la verdad se manifiesta a través de la voz del profeta. Desde una perspectiva racional, el profeta es un hombre lúcido, cuya inteligencia le permite ver más allá de los intereses, las pasiones y la corrección. Los profetas advirtieron a los habitantes de Judá e Israel que los reinos vecinos (Persia, Asiria) se hacían fuertes mientras las ciudades hebreas relajaban sus costumbres, abandonando la disciplina moral y religiosa que los había llevado a la prosperidad. Los profetas advirtieron a los reyes y nobles que su amor por el lujo los llevaría a perderlo, observaron en qué aliados  se podía confiar y anunciaron los planes de expansión de los reinos vecinos. 

Mas que ver el futuro, los profetas podían mirar hacia dónde los conducía su presente, de manera que, portadores o no de una revelación divina, la voz de los profetas era la de la inteligencia. El profeta de la antigüedad era un líder político, moral o religioso. Algunos, como Moisés y varios siglos después Mahoma fueron líderes del pueblo y portavoces divinos al mismo tiempo. 

La tradición profética no se perdió con la llegada del cristianismo, pero sí se transformó. Luego de que Constantino hizo al cristianismo religión oficial, éste adoptó mucho de la estructura, tradiciones, debilidades y vicios del Imperio. En la nueva y privilegiada situación, los ascetas (del griego askésis, que significa ejercicio) como Simón Estilita y Antonio Abad fueron la voz de la iluminación que enseñaba, advertía y vaticinaba. La vida ascética se convirtió en norma cuando se fundaron las órdenes religiosas. Ora et labora (reza y trabaja) fue la consigna de los monjes que, a través del ejercicio espiritual, intelectual y físico se convirtieron en creadores (poetas) constructores, mensajeros y salvaguardas del saber durante la Edad media. 

Cuando el ejercicio y la disciplina llevaron a los monasterios a la prosperidad las costumbres se relajaron de y fue necesario contar con un nuevo profeta,  Francisco de Asís, quien observó que el mensaje original corría el riesgo de ser olvidado nuevamente. Orar, ejercitarse y conocer podían ser caminos a la virtud o la perdición, si se ejercían con vanidad o como medios para obtener poder. Para alejar a los ascetas de la ambición Francisco promovió la humildad. 

El mensaje de Francisco era visto con suspicacia en un tiempo en que la Iglesia gozaba de poder, riqueza y autoridad política, de manera especial tras los concilios de Tours y Letrán en donde fueron rechazadas y condenadas las doctrinas que cuestionaban el poder temporal de la Iglesia. A simple vista había bastante similitud entre los Albigenses (Cátaros) y la comunidad de predicadores, mendicantes (mendigos) y constructores de iglesias que encabezaba Francisco; al tiempo que entre aquéllos monjes harapientos y la majestad de los pontífices, ante los cuales se inclinaban los reyes había una abismal distancia. 

Francisco de Asís fue un profeta en el sentido místico (a través de visiones y el don de los estigmas) pero también en el sentido laico, al observar los vicios que acechaban a los monasterios y proponer remedios concretos. Además, fue poeta

En un mundo en el que el papel de la Iglesia frente al mundo y la legitimidad de su riqueza eran cuestionadas de manera continua y debatidas con ardor en los concilios, el Papa enfrentaba el dilema de reconocer o perseguir a ese grupo de ermitaños, agrupados alrededor de un joven que había renunciado a la riqueza familiar para restaurar templos con sus manos, vivir en los bosques y predicar a las aves. 

La leyenda cuenta que Inocencio III se inclinó por reconocer la Orden de Francisco de Asís, llamada con humildad Hermanos menores por una revelación manifiesta a través de un sueño. En el sueño, Inocencio veía desplomarse a la Iglesia, pero una pequeña figura permanecía de pie y lograba sostenerla, luego crecía y conseguía mantener a la Iglesia en pie. Esa figura era Francisco. 

Ya fuera mística o racional aquella visión, tuvo resultados positivos. La orden de Francisco daba un espacio institucional a los cristianos que creían en la parábola del camello y la aguja y veían con desconfianza el enriquecimiento, la vanidad y la arrogancia en la que muchos monjes, sacerdotes, obispos y cardenales habían caído. Para todos ellos la orden de Francisco era una alternativa que los apartaba de unirse a las herejías y los grupos cismáticos que recorrían Europa. Aquellos grupos pocos años más tarde se radicalizarían al grado de transformarse en ejércitos de saqueadores que fueron perseguidos hasta el exterminio. 

Pero la orden de Francisco también ofreció flexibilidad. Con reglas menos rigurosas en lo formal que
las órdenes que seguían la regla de San Benito (Cluniacences), menos inclinados a la teología que la Orden de Predicadores (Dominicos) y definitivamente apartados de los vicios, codicia e ignorancia que eran reconocidos entre los clérigos seculares (sacerdotes de parroquia), los hermanos menores eran atractiva opción para los devotos de la edad media que aspiraban a una vida de ejercicio y práctica en las virtudes cristianas. 

La flexibilidad, o generosidad de la orden también se hacía manifiesta en su apertura. Además de la orden regular de monjes, pronto contaron con una para mujeres (las hermanas clarisas, dirigidas por Clara de Montefalco, quien fue objeto de los galanteos de Francisco de Asís en su juventud y al igual que él renunció a los honores y la riqueza familiar) y una orden de terciarios, que admitía a matrimonios cristianos y les imponía una regla que permitía conciliar los deberes familiares y civiles con los ejercicios espirituales. 

Así, la visión de Inocencio se hizo realidad a través del trabajo de un monje que, al proponer la humildad como freno a la vanidad y la codicia detuvo una parte de los excesos eclesiásticos y ofreció un espacio a los monjes, teólogos  y cristianos que creían en la pobreza de la vida eclesiástica. Al hacerlo también redujo el crecimiento de los grupos místicos que de manera gradual se apartaban de la obediencia a la Iglesia y la ortodoxia. Con ello, abrió lugares de encuentro y trabajo a hombres, mujeres y matrimonios que, dentro de la orden se mantuvieron fieles a la Iglesia y al Papa. Cuando la Iglesia se derrumbaba, Francisco logró detener esa caída y refrescar la vida eclesiástica por muchos años más.

El nombre de Francisco que ha adoptado el cardenal Jorge Bergoglio no es casualidad. Como hombre culto e inteligente, sabe que la Iglesia enfrenta un nuevo derrumbe ante los distintos grupos que desde sus cimientos socavan la integridad de la institución para imponer sus intereses y conservar sus privilegios. El de los pederastas puede ser el escándalo más interesante para el público común, pero está lejos de ser el mayor de los problemas. 

El propio Cardenal Bergoglio ha sido cuestionado por su papel durante una dictadura en la que arte de la jerarquía católica se alió con el poder político para preservar sus privilegios. Lo que se ha logrado documentar es que si no estuvo entre quienes enfrentaron a la dictadura de manera abierta, sí estuvo al menos entre quienes no la apoyaron y desde sus labores cotidianas hicieron algo para ayudar a la gente. 

Pero esa inclinación al poder, a estar al lado de quienes pueden preservar los privilegios (Franco, Pinochet, Gualtieri), además de permitir más la cercanía de las familias ricas, las congregaciones prósperas y el beneficio económico es, en realidad, el mayor problema de la Iglesia. Pocos dentro de la institución lo han entendido así. Flaviano Amatulli es de esos pocos que han comprendido la necesidad de limpiar la Iglesia desde adentro, recuperar el sentido del trabajo, la humildad y la congruencia; rescatar el mensaje evangélico,  revisar las estructuras de autoridad, administración, trabajo e ingresos dentro del cuerpo eclesiástico. El trabajo de Amatulli ha sido menospreciado dentro de la Iglesia, pero es probable que el Papa Francisco le de una nueva valoración. 

Precisamente, al comprender cuál es el mayor de los problemas, el pontífice Francisco ha decidido hacer frente en el discurso y también en la práctica. La humildad no es solamente un gesto de buena voluntad, sino una actitud y un hábito que la Iglesia necesita recuperar para detener su caída. La visión de Inocencio III está igual de vigente hoy que hace 900 años: o reconocen y adoptan el Mensaje franciscano (humildad moral, intelectual, material) o nada podrá detener el derrumbe. 

Adoptar la imagen de Francisco de Asís significa que el tiempo de asumir cualquier crítica como un ataque de gente inspirada por el demonio debe quedar atrás. La auto crítica es indispensable, así que las cosas sólo se resolverán si se tienen los oídos para atender los mensajes, la voz de los poetas y los profetas. Esto implica  humildad, disposición al trabajo y la construcción, . 

Pero hay algo más. Desde una perspectiva estrictamente laica y racional, en mensaje de Francisco también es esclarecedor: los líderes políticos son ineficaces, en gran parte por la comodidad y los privilegios que disfrutan. 

El lujo adormece la mente de los líderes mundiales, los hace aferrarse a él antes que los principios, a la racionalidad y a la honestidad. Evitar el lujo, el derroche y la vanidad es el primer paso para comenzar a enderezar las cosas. 







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