Al Cronopio menor,
que puso en mis manos los libros del Cronopio mayor.
El loco es el primero y el último de los Arcanos mayores. Representa el comienzo del camino espiritual el candor y la ignorancia iniciales, pero también el final, el regreso a la inocencia y la liberación de lo material.
Fullcanelli afirma que la fiesta medieval de los locos también también era llamada la fiesta de los sabios y encuentra en ella un profundo sentido alegórico, relacionado con el proceso alquímico tallado en los muros de las catedrales para quien desea y sabe leerlo. Hieronimus Bosch (El Bosco) y Francisco de Goya también mostraron que en la inocencia hay sabiduría y mientras el saber puede estar repleto de necedad.
Como un loco, o quizá como un santo vivió el filósofo Diógenes de Sinope, a quien sus contemporáneos llamaron perro (kyon) para insultarlo, pero él adoptó con orgullo ese nombre (kynico=canino) y ensalzó las virtudes caninas de indiferencia frente a las cosas vanas, valor para defender aquello que ama (en su caso el saber), desenfado para expresarse y astucia para distinguir entre los amigos y los enemigos. El noveno arcano presenta una imagen similar a Diógenes, el Ermitaño, que representa las ventajas y las desventajas de la vida ascética: la iluminación, la concentración y el entendimiento en soledad, pero al mismo tiempo el retraimiento, la timidez, la desconfianza hacia el mundo.
En suma, la virtud es renuncia a todo menos a la virtud. La virtud es esfuerzo y vigilia, pues quien aspira al saber corre el riesgo de llegar a creer que alcanzó el conocimiento y caer así en la soberbia y la ignorancia. De tal manera, la virtud, es renuncia. El verdadero filósofo renuncia a los honores. El verdadero poeta renuncia a los placeres. El verdadero loco renuncia a su propia inocencia. Porque no basta con ser loco, ni con ser santo, es necesario ponerse a prueba, pulirse y perfeccionarse para obtener el oro espiritual del que habla Fulcanelli.
Pero hay algo más. Fulcanelli también sugiere a veces podemos estar ante una roca que parece plomo, pero es algo muy distinto. Algunas veces el poeta, el místico y el loco son una misma persona.
Era un adolescente cuando escuché por primera vez a Arturo Meza, músico y poeta michoacano nacido en 1956, respetado en los círculos y espíritus marginales. En el primer disco suyo que conseguí (Para un Compa, 1990) encontré arreglos musicales relativamente simples, que enmarcaban letras engañosamente sencillas.
Al escuchar con atención a Arturo Meza se despliega un universo peculiar. Las letras cargadas de simbolismo dibujan escenarios, imágenes, ideas, paisajes y colores. Algunas canciones hacen pensar en los profetas del Antiguo Testamento, los ascetas que vivían sobre una columna o los frailes que vagaban poco antes del año 1000 anunciando el próximo fin del mundo. Otras veces invitan a soñar con la pálidas mujeres de Rossetti, las escenas de Klimt o el tono legendario de Waterhouse. La fusión de lo moderno y lo antiguo de Amano. De vez en cuando el simbolismo de Meza llega a cargarse tanto que las imágenes se tornan surrealistas.
Los arreglos y las melodías refuerzan esa impresión. Cuerdas, vientos y contrapuntos melódicos transcurren con la serena alegría de una balada renacentista. La mezcla de temas místicos, morales y amorosos, la idealización de la mujer, de la mujer concreta que ríe con la boca y la mirada, los aromas del campo, el cielo y la piel... todo ayuda a que, al menos en sus canciones más lograda, uno se sienta irremediablemente medieval.
En varias de esas canciones los temas heroicos y míticos están presentes. Ondinas, magos, unicornios, musas, apóstoles y soldados. El Rey Arturo reflexiona acerca del amor sacrificado por el deber. Luzbell llora en secreto por la gracia perdida. En otras el protagonista es el amor cortés, la dantesca Beatriz, la amante fiel que espera hasta la vejez y la muerte, las manos femeninas que son consuelo y abrigo.
Hay también un variado desfile de ángeles, amorosos, dolientes, virtuosos. Un fatal ángel de barro, un inalcanzable ángel de la soledad, un agorero ángel exterminador, un generoso ángel guardián, un profético ángel bastardo (esa canción me hace recordad a Real de Catorce).
Cuando se pone místico, Arturo Meza adopta una espiritualidad profética en el sentido antiguo. Más que anunciar el futuro, las letras místicas de Meza denuncian el vicio, la mentira, el hedonismo y la pereza. La música de Meza evoca las virtudes y de un cristianismo que se insinúa con frecuencia sin mostrarse de manera expresa. Imágenes de dolor, consuelo, renuncia, desolación y esperanza son frecuentes. Algunas frases frases de Meza podrían estar en los proverbios, otras en las flamígeras palabras de Habacuc, otras más en el melancólico y a la vez esperanzador libro de Oseas.
Sospecho que no es tan sencillo apreciar y tomar el gusto por la música de Arturo Meza. El profuso simbolismo, su religiosidad a medio camino entre el cristianismo y el gnosticismo, sus odas y baladas de amor cortés parecen sintonizar con humores particulares. De la misma manera que leer a Cortázar en la juventud nos deja una coraza de cronopio que impide a la madurez corromper del todo nuestros corazones y así como leer a Niestszche demasiado pronto o a Lovecraft demasiado tarde puede arruinar la experiencia, parece haber ciertos momentos de la vida en los que Arturo Meza puede ser un bálsamo o un fardo.
Tal vez los mejores momentos para escucharlo y soñar con su música sean cuando el espíritu está lleno de plomo, cuando uno necesita iniciar un nuevo recorrido, cuando los locos no parecen tan locos y los sabios no parecen tan sabios.
Arturo Meza es un loco, pero también es un profeta que hila complejos tapices con hilos de plata alquímica.
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