Los irreductibles
Los irreductibles callan.
El dogma es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los irreductibles no buscan,
los irreductibles son los que no abandonan,
son los que no cambian, los que no olvidan.
Su corazón les dice que son portadores de la verdad única,
ya les fue revelada, no la buscan.
Los irreductibles citan como locos
El dogma es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los irreductibles no buscan,
los irreductibles son los que no abandonan,
son los que no cambian, los que no olvidan.
Su corazón les dice que son portadores de la verdad única,
ya les fue revelada, no la buscan.
Los irreductibles citan como locos
citan a Marx, a Freud, a Rosa
Luxemburgo
porque están solos, solos, solos,
discutiendo a cada rato,
llorando porque no salvan al mundo.
Les preocupa el pecado, la culpa, ese engaño del demonio
porque están solos, solos, solos,
discutiendo a cada rato,
llorando porque no salvan al mundo.
Les preocupa el pecado, la culpa, ese engaño del demonio
que son los dinosaurios.
Los irreductibles
reaccionan al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están condenando,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
esperan ser reconocidos por su intachable moral
reaccionan al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están condenando,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
esperan ser reconocidos por su intachable moral
siempre esperan.
Saben que nadie los escucha.
El paraíso es la prórroga perpetua,
siempre la condición histórica siguiente, el despertar del proletariado, el fin del patriarcado.
Los irreductibles son los insaciables,
los que siempre -¡que bueno!- han de estar solos.
Los irreductibles son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los irreductibles no pueden dormir
porque si se duermen el pecado invadirá al mundo, las escuelas serán laicas y la gente dejará de temer al infierno.
En la oscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.
Encuentran profecías bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.
Los irreductibles son locos, sólo locos,
unos viven sin Dios y otros sin diablo.
Los irreductibles salen de sus reuniones
temblorosos, hambrientos,
a cazar ateos y apóstatas; a denunciar traidores y burgueses.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que hablan de ciencia, de racionalidad, de lógica, de historia, de filosofía…
de las que creen en la tolerancia
como una lámpara de inagotable aceite.
Los irreductibles juegan a salvar el mundo,
a castigar al culpable a gobernar por siempre, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del integrismo.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los irreductibles se avergüenzan de toda conformación.
Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la verdad única les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, repiten citas y discuten hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.
Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en El Capital,
complacidas,
a arroyos de agua tierna y a juicios sumarios.
Los irreductibles se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida,
y se van odiando, ignorando,
la hermosa vida.
Saben que nadie los escucha.
El paraíso es la prórroga perpetua,
siempre la condición histórica siguiente, el despertar del proletariado, el fin del patriarcado.
Los irreductibles son los insaciables,
los que siempre -¡que bueno!- han de estar solos.
Los irreductibles son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los irreductibles no pueden dormir
porque si se duermen el pecado invadirá al mundo, las escuelas serán laicas y la gente dejará de temer al infierno.
En la oscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.
Encuentran profecías bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.
Los irreductibles son locos, sólo locos,
unos viven sin Dios y otros sin diablo.
Los irreductibles salen de sus reuniones
temblorosos, hambrientos,
a cazar ateos y apóstatas; a denunciar traidores y burgueses.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que hablan de ciencia, de racionalidad, de lógica, de historia, de filosofía…
de las que creen en la tolerancia
como una lámpara de inagotable aceite.
Los irreductibles juegan a salvar el mundo,
a castigar al culpable a gobernar por siempre, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del integrismo.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los irreductibles se avergüenzan de toda conformación.
Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la verdad única les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, repiten citas y discuten hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.
Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en El Capital,
complacidas,
a arroyos de agua tierna y a juicios sumarios.
Los irreductibles se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida,
y se van odiando, ignorando,
la hermosa vida.
Espero que el fantasma del gran Jaime Sabines, cuya obra me enseño a amar la poesía (junto con Xavier Villaurrutia) no me atormente por hacerle esto a su poema "Los Amorosos".
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