Déjame entrar (remake bien hecho de Låt den rätte komma in) refresca y actualiza el mito original del vampiro, que ocasionalmente es rescatado del olvido por películas como 30 días de noche (2007) y La sombra del Vampiro (2000). Ninguna de estas cuatro películas es perfecta, aunque las tres comparten una buena manufactura y dirección con acertadas actuaciones. También comparten la virtud de revivir el mito del vampiro como un ser que al mismo tiempo es trágico y aterrador.
El vampiro occidental, tal y como lo describen las leyendas y relatos de Europa Central es un espectro, un demonio y una bestia. Hay mucho de estas leyendas en interpretaciones de vampiros que son clásicas, como el Nosferatu de Marnau y Herzog. Este vampiro no es siquiera el inteligente y cruel Drácula, pues a pesar de su apariencia humana es en realidad un depredador primordial, voraz y brutal; el retrato de un despojo atormentado por la soledad, la nostalgia de la luz y una interminable sed.
Hasta en las historias de Anne Rice permanecen la tristeza, la sed y la crueldad como rasgos de sus longevos y hermosos monstruos. Ante creaciones tan atractivas resulta inevitable dudar del derecho que puede tener Stephenie Meyer para llamar vampiros a unos señoritos cuya monstruosidad consiste en brillar bajo la luz del sol (bostezo). Edward no le duraría ni 30 segundos a David Van Etten, Lestat lo usaría como caniche (o como fetiche); frente a Marlow viviría apenas lo suficiente como para ver cómo devora viva a Bella... y Drácula lo seduciría, luego a Bella, luego al resto del elenco y usaría su sangre para sopear nachos mientras disfruta alguna película de John Carpenter.
El mito moderno del vampiro debe su éxito a que revive anhelos eternos como la eterna juventud, la inmortalidad y la belleza perenne. Los grandes relatos vampíricos del siglo XX conceden a sus personajes dones sobrenaturales con un precio muy alto: la soledad, la culpa, la condenación eterna, pero el vampiro anterior a Stocker carecía de dones, pues su longevidad era tan larga como su agonía. No había húngaros o rumanos que vistieran como vampiros o soñaran con su mordida: para ellos ser vampiro era una de las peores maldiciones, pues el mito antiguo del vampiro no debía su éxito a los sueños que desataba, sino a los temores que despertaba.
Algo, o mucho de ese temor está de regreso en 30 días de noche y Déjame entrar. Sus protagonistas no son jóvenes bellos y populares, sino depredadores condenados al hambre y la obscuridad. Nadie desea ser parte de una manada de bestias nocturnas, ni una eterna niña condenada a la soledad. Hasta Lestat intentó morir alguna que otra vez.
La belleza del mito original también regresa y está presente en elementos míticos aparentemente triviales, pero profundos: así como Jonathan Harker sólo pudo ingresar a la guarida de Drácula una vez que éste lo invitó, Abby necesita permiso para ingresar a la morada de un mortal, pues el el humano quien por su voluntad entra al dominio de la bestia o permite que ésta ingrese en el suyo... porque lo que está dejando pasar no es el chico guapo del salón; lo que está dejando entrar a su casa es el mal.
El vampiro occidental, tal y como lo describen las leyendas y relatos de Europa Central es un espectro, un demonio y una bestia. Hay mucho de estas leyendas en interpretaciones de vampiros que son clásicas, como el Nosferatu de Marnau y Herzog. Este vampiro no es siquiera el inteligente y cruel Drácula, pues a pesar de su apariencia humana es en realidad un depredador primordial, voraz y brutal; el retrato de un despojo atormentado por la soledad, la nostalgia de la luz y una interminable sed.
Hasta en las historias de Anne Rice permanecen la tristeza, la sed y la crueldad como rasgos de sus longevos y hermosos monstruos. Ante creaciones tan atractivas resulta inevitable dudar del derecho que puede tener Stephenie Meyer para llamar vampiros a unos señoritos cuya monstruosidad consiste en brillar bajo la luz del sol (bostezo). Edward no le duraría ni 30 segundos a David Van Etten, Lestat lo usaría como caniche (o como fetiche); frente a Marlow viviría apenas lo suficiente como para ver cómo devora viva a Bella... y Drácula lo seduciría, luego a Bella, luego al resto del elenco y usaría su sangre para sopear nachos mientras disfruta alguna película de John Carpenter.
El mito moderno del vampiro debe su éxito a que revive anhelos eternos como la eterna juventud, la inmortalidad y la belleza perenne. Los grandes relatos vampíricos del siglo XX conceden a sus personajes dones sobrenaturales con un precio muy alto: la soledad, la culpa, la condenación eterna, pero el vampiro anterior a Stocker carecía de dones, pues su longevidad era tan larga como su agonía. No había húngaros o rumanos que vistieran como vampiros o soñaran con su mordida: para ellos ser vampiro era una de las peores maldiciones, pues el mito antiguo del vampiro no debía su éxito a los sueños que desataba, sino a los temores que despertaba.
Algo, o mucho de ese temor está de regreso en 30 días de noche y Déjame entrar. Sus protagonistas no son jóvenes bellos y populares, sino depredadores condenados al hambre y la obscuridad. Nadie desea ser parte de una manada de bestias nocturnas, ni una eterna niña condenada a la soledad. Hasta Lestat intentó morir alguna que otra vez.
La belleza del mito original también regresa y está presente en elementos míticos aparentemente triviales, pero profundos: así como Jonathan Harker sólo pudo ingresar a la guarida de Drácula una vez que éste lo invitó, Abby necesita permiso para ingresar a la morada de un mortal, pues el el humano quien por su voluntad entra al dominio de la bestia o permite que ésta ingrese en el suyo... porque lo que está dejando pasar no es el chico guapo del salón; lo que está dejando entrar a su casa es el mal.
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